Hace unas semanas, con motivo de un acto académico organizado por el Colegio de Médicos de Gipuzkoa, reivindicábamos un MIR -lo correcto sería un VIR- para los veterinarios y apuntábamos algunas áreas de especialización y posterior desarrollo profesional: Microbiología e Inmunología, Parasitología, Laboratorio, Anatomía Patológica y Epidemiología que, curiosamente, son las que menos gustan a los médicos MIR, pero a las que no pueden acceder los veterinarios, mientras lo hacen otros, los biólogos, por ejemplo, y omitía, por razones de espacio, la Cirugía Experimental, Animalarios y Bromatología que, tiempo ha, tienen asumidas los veterinarios militares en sus hospitales. Lo que afirmo, no debe considerarse como una herejía, por formación es perfectamente factible.
En mi actividad profesional en el ayuntamiento donostiarra y me consta, les ocurrió lo mismo a los colegas de los ayuntamientos bilbaíno o granadino, por citar dos ejemplos, he comprobado en muchas ocasiones la extrañeza e incluso la mal disimulada sorpresa de algunos, al comprobar que era un veterinario quien dirigía un servicio sanitario en el que se integran médicos, farmacéuticos, veterinarios y enfermeros, amén de otros profesionales, cada uno con sus específicos cometidos, con la más absoluta normalidad y hasta cordialidad. Nunca pasé consulta en la Casa de Socorro ni hice reconocimientos a escolares; tampoco los pediatras dirigían el control de plagas ni los médicos inspeccionaban cocinas o salas de despiece, ni las enfermeras controlaban las especies invasoras.
El caso del carbunco bacteridiano o ántrax, es otro ejemplo de aplicación de la filosofía Una Única Salud -One Health-, en la que participaron médicos y veterinarios y siempre de actualidad en lo que, a los denominados «campos malditos» y a la guerra biológica se refiere.
El Bacillus anthracis se considera la primera bacteria patógena descrita.
Eiler, en 1836, demostró la posibilidad de inocular el agente y Gerlach, en 1845, su persistencia en los suelos, anticipándose 20 años a Pasteur, en el establecimiento de los «campos malditos», terrenos preñados de esporas venenosas procedentes de cadáveres de animales enfermos de carbunco. Las esporas mataban sobre todo a rumiantes que pastaban en ellos, pero también se colaban en los pulmones de granjeros, esquiladores, veterinarios y curtidores, provocando hemorragias internas mortales.
Según datos de la Organización Mundial de Sanidad Animal (OIE), durante el verano de 2021 se detectaron dos brotes de ántrax en España, en sendos «campos malditos», el primero en Poblete (Ciudad Real) en el que murieron 25 vacas y el segundo, en Navalvillar de Pela (Badajoz), que afectó a varios équidos y bóvidos y a un veterinario. Los animales solían infectarse tras pastar en un campo donde se había enterrado algún animal, muerto como consecuencia de una carbuncosis. Como quiera que las esporas pueden sobrevivir durante décadas, los movimientos inherentes al laboreo del campo o las propias pezuñas de los herbívoros, propiciaban que afloraran a la superficie y por contacto o ingestión, afectaran a los animales que pastaban.
Volviendo al siglo XIX, los médicos Casimire Davaine y Pierre François Rayer, entre 1850 y 1863, observaron, primero, la existencia de unos «cuerpos filiformes», que relacionaron con la etiología de la enfermedad, denominados «bacteridias» era el (Bacillus anthracis) que sería aislado e identificado por R. Koch en 1877, uno de los tres pilares en los que asentó su propuesta de Postulados (Postulados de Koch), a modo de reglas que debía cumplir un microorganismo para ser considerado causa etiológica de una enfermedad infecciosa.
Como podemos ver, ya existía investigación bastante sobre el ántrax para cuando el Dr. Louis Pasteur desarrollara la primera de sus famosas vacunas con la bacteria atenuada, que le supondría el reconocimiento internacional en la conocida experiencia, «duelo científico» de Poully-le-Fort (Francia).
El veterinario de aquella localidad cercana a París, Hippolyte Rossignol, no se creía la eficacia de la vacuna, la primera de la historia con bacterias atenuadas y desafió a Pasteur a demostrarla en público. El padre de la leche pasteurizada recogió el guante. Estaba en juego la su credibilidad y la de estas vacunas de laboratorio que, desde entonces, han salvado cientos de millones de vidas.
En mayo de 1881, medio pueblo, investigadores, ganaderos y hasta periodistas extranjeros acudieron a presenciar la batalla científica. También acudió el veterinario catalán Joan Arderius y Banjol, que se desplazó desde Figueres (Girona). Arderius fue un tipo célebre y un gran profesional. Con su frondoso bigote y perilla de chivo, aquel hombre de 40 años, casado con una ciudadana francesa, ya había sido director del primer periódico federal de España (El Ampurdanés), había abierto la primera carnicería de carne de caballo del país y había conspirado para echar a patadas del trono a la reina Isabel II de Borbón en la Revolución de 1868.
El «duelo» transcurrió como una partida de ajedrez con seres vivos. La Sociedad de Agricultura local puso las piezas, 60 animales, y Rossignol puso el tablero, su «finca maldita».
Pasteur inoculó su vacuna atenuada a 24 carneros, seis vacas y una cabra. Las piezas de Rossignol eran 21 carneros y una cabra sin vacunar. Durante días pastaron en los llamados «campos malditos».
El ganado de Pasteur sobrevivió, pero el de Rossignol sufrió una escabechina. Todas sus reses murieron.
No se ha valorado la gran capacidad como comunicador de la que hizo gala, durante toda su vida profesional, nuestro protagonista.